-- Relato escrito por Ticris. Me gustó tanto que quise darle difusión.
Durante varios años trabajé supervisando hasta el mínimo detalle de su desarrollo. Las observé, las cuidé y las vigilé con absoluta dedicación.
Crecieron juntas, en el moderno edificio al que yo acudía cada día a trabajar, y con las mismas personas prodigándolas atenciones y cuidados exquisitos. A diario eran minuciosamente revisadas y controladas para que su proceso vital resultara óptimo. Aquella tarea que mi equipo asumía con tanta entrega tenía un objetivo claro: preparar su futuro y que nada lo truncara.
Tal derroche de trabajo y lujo excluía cualquier interacción con el exterior. Todo estaba previsto y patronado, según el protocolo establecido para ellas y las de su rango. Sin variaciones, sin opiniones. En secreto y en clausura.
Sus rasgos eran muy diferentes. Una era alta, moderna y llamativa. La otra menuda, ligera y clásica. Y, naturalmente, es de suponer que su carácter fuera el fiel reflejo de su estructura, aunque lo cierto es que nunca lo pude constatar.
Finalizada aquella etapa, llegó el momento de mostrarlas al mundo y ponerlas bajo nueva custodia. A veces especulaba sobre cómo sería su porvenir: una llevaría una vida frenética y plena de experiencias, idas y venidas, tal y como siempre se había previsto su destino perfecto. Para la otra, tan austera y tradicional, prefería algo estable y hogareño, sin ese ir y venir que la esperaba, y del que probablemente nunca se libraría, pues compartían designio y mandato.
Salieron de su nido en un camión amarillo. Aquello no era demasiado cómodo, pero era el medio habitual. El viaje fue un tanto penoso. Habían perdido su espacio placentero y, curiosamente, parecían echar de menos esa comodidad encadenada. Como ocupaban un extremo sin testigos, las imaginé quejándose del traqueteo y de las calamidades, rumiando su malaventura.
Por fin el vehículo paró. En volandas fueron llevadas al que sería sólo un domicilio temporal: un espacio suntuoso y deslumbrante donde unas manos extrañas las atusaron y acicalaron dejándolas listas para ser exhibidas, admiradas y, naturalmente, entregadas al mejor postor. Aquello suponía el final de mi tarea y, ya antes de perderlas de vista, comencé a añorarlas. Eran tan refinadas..., tan hermosas...y estaban tan lejos de mis posibilidades...
Decidí quedarme por allí un rato, ansiosa. ¿Con quién se irían? Al cabo de unos minutos, un hombre de pelo cano y abrigo inglés con ribetes de cuero en las solapas se fijó en ellas. Admiró sus curvas, sus pieles suaves, su elegancia. Inmediatamente decidió que las deseaba. Las quería y quería poseerlas, a cualquier precio y lo antes posible. Aceptó las condiciones sin discutir y pagó con un enorme fajo de billetes que sacó de un sobre color vainilla. Babeaba...imaginándose el viaje con ellas a Suiza... Yo le observaba con envidia.
Cuando estaba a punto de abandonar el local, dos policías nacionales irrumpieron dando voces, le interceptaron y se lo llevaron detenido acusado de fraude fiscal. El alboroto y el desconcierto posteriores fueron colosales. Pensé que aquello era una señal y, sin dudarlo, me lancé a por ellas; a por las maletas más soberbias y sublimes de toda mi carrera profesional. Y con una en cada mano salí de allí sin hacer ruido.
Ticris
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